Entregan carné de apadrinamiento de árboles a 60 niños de Albarracín

El director del Servicio Provincial de Medio Ambiente en Teruel, José Antonio Gómez, ha entregado el carné de apadrinamiento de un árbol a los 60 niños del Colegio Rural Agrupado de la Sierra de Albarracín que participaron en la plantación de cerca de 1.500 árboles, dentro de la iniciativa «Un niño, un árbol: ayúdales a crecer«.
La iniciativa se puso en marcha por el Departamento de Medio Ambiente, por medio de la gerencia de desarrollo socioeconómico de la comarca de Albarracín y la empresa pública Sodemasa, ha informado el Gobierno aragonés.

Todos estos niños han sido nombrados padrinos de honor, gracias a su colaboración en la jornada de plantación de 1.500 pinos silvestres, en la fuente de la Cobeta de Villar del Cobo, realizada el 5 de noviembre de 2009 como acto de presentación de la iniciativa, que fue presidido por la directora general de Desarrollo Sostenible y Biodiversidad, Anabel Lasheras.

Los niños participantes en la iniciativa, con edades de 6 a 13 años, pertenecen a los colegios agrupados en el Colegio Rural Agrupado de la Sierra de Albarracín: Torres de Albarracín, Tramacastilla, Royuela, Noguera, Frías de Albarracín, Terriente, Griegos, Guadalaviar y Villar del Cobo.
En este acto simbólico, que ha tenido lugar en la sede de la Comunidad de Albarracín, en el municipio de Tramacastilla, el director provincial ha subrayado la importancia de esta iniciativa para fomentar la conservación del medioambiente y la apreciación de los valores naturales de la comarca entre los más pequeños.
La iniciativa «Un niño, un árbol: ayúdales a crecer», que se inició con la plantación de cerca de 1.500 árboles, pretende ofrecer la posibilidad de apadrinar uno de estos árboles a todos los niños y niñas que nazcan en la provincia de Teruel a partir de 2010.
Tiene como objetivo, además de contribuir a la repoblación forestal y a la mejora del paisaje, promover vínculos más estrechos entre los ciudadanos y la conservación de los bosques y fomentar el turismo y la difusión de los valores naturales de la comarca de Albarracín.

Fuente: Agencia EFE, Zaragoza, 6 may 2010

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El toro de oro de Griegos

Cuentan que, en la Muela de san Juan, límite entre la sierra de Albarracín y la provincia de Cuenca, en tiempos paganos y antiguos, existió una gran ciudad rodeada por murallas. En su interior destacaban bellos jardines y se levantaban monumentales palacios. Los habitantes de la ciudad vivían tranquilos, igual que había vivido sus antepasados a lo largo de muchos siglos.
Un día, sin embargo, los musulmanes invadieron Hispania y llegaron hasta esta paradisíaca ciudad a la que arrasaron y saquearon. Cada soldado árabe tomó para sí lo que quiso de la ciudad conquistada. Uno de los asaltantes, un corpulento guerrero tuvo la fortuna de encontrar, entre las ruinas, un hermoso toro de oro. Se trataba de una pieza valiosa que el moro arrojó desde un muro de la ciudad hasta la espesura de los pinares que rodeaban a esta, con el fin de sustraerlo del reparto del botín. Cuando llegó la noche, lo buscó y lo encontró. Y decidió enterrarlo en una fosa profunda, ya que debía continuar con su ejército tomando otros castillos y otras plazas cristianas. Al terminar las campañas militares, el soldado volvería a recoger la preciada joya. La suerte, sin embargo, no acompañó al sarraceno, ya que, en una cruel batalla, una flecha lo hirió de muerte. Viendo que su vida peligraba, decidió revelar su secreto a su mejor amigo. Este debía buscar el toro de oro, venderlo y, tras quedarse con su parte, compartir el fruto de su venta con la familia del moribundo.
En una tregua, en medio de la guerra, el confidente se dirigió hacia la ciudad destruida, en la Muela de san Juan, y buscó el toro de oro en el espeso pinar, en el lugar en el que su amigo le había indicado. Pero no encontró nada. Y siguió buscando un día y otro, hasta que, desesperado por tanto esfuerzo baldío, partió de nuevo a la guerra. Muchos han sido, desde entonces, los que han buscado el toro, pero nadie ha tenido la suerte de encontrarlo. Hay quien asegura que el tesoro sólo aparecerá cuando la antigua ciudad de la Muela sea reconstruida y brillen de nuevo los palacios y jardines que, en un tiempo lejano, la dotaron de paz y esplendor.
Referencias
Francisco Lázaro Polo,
UNA SIERRA DE LEYENDA
Rehalda Número 8 – Año 2008

El molino de las pisadas

Molino de las pisadas

Cuentan que en Calomarde vivía un pastor de cabras. Cada mañana reunía su ganado y se alejaba del pueblo, buscando el bosque. Subía cumbres, descendía precipicios, buscando siempre el alimento de arbustos tiernos para sus animales.
Conocía cada rincón y vericueto por escondidos que estuviesen. Sólo un pequeño espacio le resultaba desconocido. Se encontraba en el interior del bosque. Era un lugar misterioso que producía cierto temor. Y todo porque aseguraban los habitantes de aquellas sierras que ese trozo de bosque, poblado de pinos corpulentos y gigantescos, con rocas escarpadas, pertenecía al diablo. De hecho era conocido como “El bosque del diablo”. Nadie hasta entonces se había atrevido a penetrar en aquel recinto. Los pastores, cuando llegaban a sus proximidades, silbaban a sus ovejas y a sus cabras para que no comiesen hierbas y arbustos de aquellos dominios del diablo.
Un día, sin embargo, el pastor llegó al lugar. Desde la cima de un peñasco contempló el misterioso paraje, pero en él no avistó ningún diablo ni cosa que se le pareciese. Pensó que, tal vez, todo lo que contaban sus paisanos era pura fantasía, propia de gente supersticiosa y cobarde. Y, sin pensarlo dos veces, bajó con su rebaño de cabras y penetró en el temido lugar.
Mientras comían sus animales, el pastor se entretenía en golpear con su cayado los pinos. Sus golpes resonaban por entre las montañas con sonidos extraños; a continuación, el joven tocó la flauta. Al cabo del rato, sin embargo, las cabras y las ovejas dejaron de repente de comer y como si se hubiesen vuelto locas por el pánico, emprendieron una acalorada huida, sin orden ni concierto, ya que lo hacían en todas direcciones. El pastor no entendía lo que pasaba, hasta que se dio cuenta de que de la parte más oscura del bosque salían unos extraños resplandores y un fuerte olor a azufre que acompañaban a la figura repugnante del diablo, figura que se adivinaba presa de la ira. El joven, al contemplar tan turbador espectáculo, imitando a sus animales, también emprendió la huida, escalando rocas escarpadas y descendiendo barrancos intransitables. Corría como un rayo, pero a la misma velocidad, detrás de él, corría el diablo, que no cesaba de perseguirle. El maligno lanzaba unos rugidos que se escuchaban por todos los valles y montañas de la contornada. Por fin, tras muchos esfuerzos, el pastor consiguió llegar al río, cruzándolo desesperadamente. Logrado el propósito, volvió la cabeza y se percató, con gran regocijo, de que el diablo había dejado de seguirlo.
Totalmente lívido, con la cara desencajada por el miedo, el muchacho llegó al pueblo y contó a todos los vecinos lo que le había sucedido. Sin embargo, nadie quería creerlo, porque pensaban que el cabrero se había vuelto loco. Pero, al día siguiente, las gentes de Calomarde pudieron contemplar cómo, sobre las rocas que se encuentran en las orillas del río Blanco junto al molino, había marcadas unas huellas extrañas, que no pertenecían a persona ni animal conocido por aquellos parajes. Eran las huellas que, en su persecución, había dejado el diablo.
Pisadas del diablo (Calomarde)

Notas

Según Manuel Cebolleda Agudo de Calomarde (autor de la foto), estas pisadas marcadas en la roca existen de verdad y tienen todas las características de pertenecer a algún animal plantígrado prehistórico.

Francisco Lázaro Polo(1),de donde hemos tomado esta leyenda, la sitúa en el término de Frías de Albarracín.

Referencias

(1) Francisco Lázaro Polo,
UNA SIERRA DE LEYENDA
Rehalda Número 8 – Año 2008

Huerto de las Almas

El diablo también aparece en Tramacastilla, un enclave al borde de un hermoso valle, regado por los ríos Guadalaviar y Garganta. El nombre de pueblo parece tener el origen en la existencia de dos castillos que defendían los accesos al valle citado y que se asentaban sobre dos enormes peñascos: la Peña del Castillo y El Cabezo.

Cuando llega la noche, la Peña del Castillo parece la sombra de un gigante que custodia al pueblo y su entorno. Un camino discurre por entre esos huertos. Se llama la Calleja. Parte desde el pueblo y llega hasta la vega de Argalla. Una vez que atravesamos el río Garganta, a la izquierda, a la vera del camino, podemos encontrar un pequeño huerto, conocido como El Huerto de las Almas. Su nombre responde al hecho de que sus dueños, hace muchos siglos, lo gravaron con un censo en sufragio de sus difuntos.

Pasó de padres a hijos. Todos respetaron la carga que pesaba sobre él. Hasta que la finca cayó en manos de un miembro de la estirpe, caracterizado por su avaricia, lo que le llevó a dejar de satisfacer durante años la sagrada carga. Cuentan que una noche del mes de septiembre se encontraba el pusilánime personaje dentro del huerto, guardaba los abundantes frutos con los que los árboles allí existentes habían regalado aquel año, temeroso el codicioso de que alguien los hurtase. Bajo un enorme nogal se disponía nuestro hombre a pasar la noche, contemplando la Peña del Castillo, ese gigante misterioso. Todo era oscuridad y silencio aquella noche. Hasta que, de pronto, inmensas llamaradas comenzaron a surgir de lo alto de la Peña del Castillo, luces siniestras que iluminaban todo el valle y se reflejaban misteriosamente en los ríos. De entre las llamas apareció una extraña figura montada a caballo; una brasa gigantesca que resplandecía en medio de la noche.
Como un relámpago, jinete y caballo se precipitaron de un salto desde la cumbre del peñasco y en rauda carrera, tras atravesar el pueblo, se dirigieron a Argalla, a través de la Calleja, pasando al lado del Huerto de las Almas. La terrible visión fue contemplada por el hombre avaro y mezquino, que sintió pánico al pensar que la diabólica figura se dirigía a él para atraparlo y llevarlo consigo. Pero el caballo continuó la marcha hasta perderse entre el espesor de los pinares que rodeaban el valle.
Al amanecer, el mezquino personaje que se había negado a satisfacer la deuda sagrada que sus antepasados habían contraído, contó a los habitantes de Tramacastilla lo que había visto. Todos lo creyeron, sobre todo cuando observaron, sobrecogidos, cómo en los bordes del camino la hierba aparecía quemada, con la marca de huellas producidas por unas herraduras de fuego. El avaro interpretó la macabra visión de la noche anterior como un aviso del cielo. A partir de entonces, pagó religiosamente la carga que pesaba sobre su huerto, el Huerto de las Almas.

Referencias

Francisco Lázaro Polo,
UNA SIERRA DE LEYENDA
Rehalda Número 8 – Año 2008

Las sopas de ajo milagrosas

En la sierra de Albarracín, algunos alimentos tienen aroma de leyenda. Tal es el caso de las humildes sopas de ajo. Un alimento vinculado al monarca Jaime I el Conquistador, un rey muy aficionado al ejercicio de la caza.

De él se cuenta que, en cierta ocasión, se encontraba cerca de Teruel, en el término de Gea de Albarracín, practicando su referida afición. Tuvo la mala suerte de caer enfermo. Había contraído una rara enfermedad, para la que los médicos no encontraban remedio. Tampoco los juglares, con sus historias y sus juegos, eran capaces de hacer sonreír su corazón. La situación era desesperada, ya que nadie lograba dar con la solución del problema. Hasta que uno de los súbditos del monarca, en un momento de inspiración, recordó un remedio que le había ido muy bien a un familiar suyo y que, aplicado al rey Jaime, podría también producir resultados satisfactorios. Ninguna objeción se puso. Por probar poco se perdía. El remedio consistía en preparar un bálsamo que con toda seguridad aliviaría al monarca: una mezcla obtenida hirviendo en agua unas cabezas de ajos y todo ello mezclado con pan. A primera vista, la cosa parecía fácil; pero no lo era, puesto que las tierras cristianas carecían de ajos. Los había, sin embargo, en tierras de moros, en el Levante.

Nada amilanaba a los soldados turolenses, siempre intentando complacer a su rey al que tanto adoraban. Por eso se ofrecieron seis jóvenes para adentrarse en tierras de moros y conseguir los codiciados ajos. Muchas dificultades debieron de sortear los valientes guerreros para obtener el botín que pretendían. Al final lo consiguieron, pero de los seis caballeros, sólo uno regresó trayendo consigo unas cuantas cabezas. El resto murieron luchando contra los musulmanes que encontraron en su camino. El rey tomó las sopas y sanó. Pero, una vez repuesto de su enfermedad, cuando tuvo noticia del precio pagado por los ajos exclamó: “¡Caros ajos! “.
Tan trágica experiencia sirvió para que Jaime I tomase la decisión de extender el cultivo de ajos por todos los rincones de su reino. Hoy, transcurridos varios siglos desde aquello, las sopas de ajo, con unas cuantas variaciones, son unos de los manjares más humildes, pero más exquisitos de la gastronomía turolense y aragonesa.

Referencias
Francisco Lázaro Polo,
UNA SIERRA DE LEYENDA
Rehalda Número 8 – Año 2008